Por Manuel Borrego
Sócrates nos ha dado a todos sus admiradores un golpe muy bajo. Le habíamos perdido la pista porque lejos de pensar que estaba en el bullicio del estrellato, ahora podría disfrutar de una vida plácida ajena al fútbol. Pero en el último mes ha saltado por los aires su enorme figura, como consecuencia de la confesada afición a la bebida. "Mi hígado no dejaba pasar nada, era como una bomba de sangre atascada que va a explotar", dijo en un acto de reciente sinceridad en una entrevista. Y explotó.
La vida tiene estos retorcidos caminos. Hoy no reconocemos a Sócrates Brasileiro Sampaio de Souza Vieira de Oliveira -como quiso su papá bautizarle, rizando el rizo- en las fotografías que ilustran un rostro castigado y arrugado, que ya no posee el brillo de cuando era uno de los líderes de la selección canarinha y del fútbol mundial. Lo único que le hace identificable es la cinta en el pelo, que utilizaba entonces para sus reivindicaciones personales como rebelde estudiantil que fue.
Pero por más que conozcamos su sufrimiento y compartamos sin comprenderlo la lejanía actual del que fue, no va a derretirse en la memoria la imagen majestuosa que ofrecía en el terreno de juego, esa manera de acariciar el balón que tenía, su fútbol con retrovisores -utilizaba de manera constante el taconazo como herramienta de ataque-, el remate, la zancada, liderazgo y dominio de todo tipo de situaciones. Sócrates fue una de las piezas angulares de una gran selección que no llegó a ninguna parte, con los mejores centrocampistas brasileños de las últimas décadas. Aquel equipo, con los Zico, Falçao, Dirceu y Eder en la zona de distribución, lo hacía todo tan bonito que convirtieron incluso el propio calentamiento en la primera danza de sus partidos, coordinados en grupo y brillando de manera individual.
El doctor ha fallado. Se metió por el atajo de Garrincha y olvidó el ejemplar camino del humilde Pelé.