Por Manuel Borrego
El CB Gran Canaria, bajo las distintas denominaciones que ha tenido a lo largo de medio siglo, se fraguó en el Colegio Claret. El club de la Liga ACB que conocemos hoy maduró más tarde en el despacho de la dirección del Hotel Fataga, allí donde José Moriana tenía el centro de operaciones de un proyecto que tuvo la virtud de aprender y corregir los errores de quienes le precedieron en otras modalidades deportivas; entidades que, cincuenta años después, ya no existen o tienen el brillo de entonces.
El baloncesto no despegaba en la capital grancanaria tras dos décadas de la fundación del Claret, enquistado en rivalidades locales, pero con una creciente demanda al calor de los éxitos que ya era capaz de propiciar el equipo nacional dirigido por Antonio Díaz Miguel. La basketmanía no es epidemia nueva en España. Ese contagio llegó a las islas, el territorio donde se hablaba de fútbol y balonmano en su costas orientales, y de baloncesto en Tenerife. Porque hasta los ochenta ese arraigo no lo había en Gran Canaria, ausente a través de la historia en las máximas competiciones nacionales.
Pero el club creció con un gran gestor a la sombra. Primero emigró desde Rabadán al pabellón Carlos García San Román. Allí invadió el espacio y el ambiente del Canteras UD y del Escaleritas. Los espigados chicos de la canasta aparecieron por aquella instalación y lograron algo impensable: la llenaban de aficionados, muchos de ellos asiduos al balonmano. Un relevo estaba en marcha. El salto posterior, en una imparable progresión, les llevó más lejos con el primer gran éxito: el ascenso a la Primera de entonces, con Pepe Clavijo. El Claret experimentó en una nave convertida en corazón del baloncesto en Tamaraceite, acondicionada con rapidez durante el verano para complacer una mayor demanda de aficionados.
Llegaron los primeros hombres-espectáculo con Willy Jones a la cabeza, descubriendo un nuevo territorio de emociones con sus mates increíbles, las acrobacias realizadas antes las canastas rivales, también la elegancia de Stewart, el ritmo diabólico de Berdi Pérez, ... porque era una forma de entender el deporte que cautivó en una isla cuyas nociones sobre el basket se adherían a comportamientos futbolísticos en la gradas. Era un momento crucial, pero tampoco definitivo porque el crecimiento no había parado.
Pero paso a paso, con idas y venidas de patrocinadores, de estar arriba y en la cuneta, Moriana comprendió que para estar en la cúspide se necesitaba algo más que ser el equipo del Colegio Claret. El paso al Centro Insular de Deportes, instalación que al día siguiente de su inauguración pareció quedar de inmediato desfasada, le unió al que sería el valedor definitivo del club: el Cabildo Insular. Casi a la par se produjo la reconversión en SAD por obligaciones de guión, y en ella se instaló la definitiva intervención cabildicia hacia las hazañas hoy conocidas. Aquella idea que brotó a unas manzanas de la instalación marítima, llegó a consolidarse convirtiendo a Las Palmas de Gran Canaria en la capital baloncestística del Archipiélago.
Ese equipo de amarillo, uno de los animadores de la ACB en las dos últimas décadas, ha ido año a año coronando sus propios ochomiles, que no han acabado porque para los próximos cincuenta años tendrá lo que jamás se imaginó: una 'cancha NBA' en medio del Atlántico. El futuro aún les espera.
Imagen reciente del Gran Canaria Arena, publicada por fotosaereasdecanarias.com